Hay momentos especiales en la vida. Momentos que sabes que se quedarán guardados en una parte de tu memoria y de tu corazón y que recordarás para siempre.
Esto fue lo que me sucedió hace una semana viendo una magnífica puesta de sol en la playa.
Subimos al faro a contemplar y sentir la última pizca de luz y calor que desprendía aquel día de primavera.
No había mucho viento y el mar estaba en calma, aunque podías sentir la suave brisa marina en la cara, revolviéndote el pelo.
Podía escucharse el vaivén de las olas...Ir y venir una y otra vez.
El cielo había sido de un azul turquesa intenso, con algunas nubes que durante la mañana parecían de algodón y con las que podías jugar a adivinar su forma.
Pero en ese momento, al caer la tarde, todo el infinito se transformó, tiñéndose de un rojo y naranja intensos, que entremezclándose con aquellas nubes, habría sido, sin duda, estampa digna de un cuadro impresionista.
El mar parecía de plata y sólo el reflejo del sol cayendo en el horizonte conseguía dejar un rastro de luz almíbar a su paso.
En aquel momento lleno de magia, apareció una pareja mayor, caminando en nuestra dirección, cogidos de la mano.
De repente, tuve la sensación de que subían a ver el atardecer cada día. A esperar juntos que el sol se pusiese allá a lo lejos, en el horizonte. A contemplar cómo terminaba un día más de sus vidas juntos y soñando y deseando poder empezar otro nuevo, siempre el uno junto al otro... Aún después de todos aquellos años.
De repente, sentí que eran dos coleccionistas de atardeceres.
Antes de que se terminase de poner el Sol, pedí un deseo. Bueno, miento, dos. Me sentía afortunada por todo lo que tenía a mi alrededor. Era uno de esos instantes mágicos que te brinda el destino de cuando en cuando. De ésos que hacen que los sueños se cumplan.
De ésos por los que merece la pena vivir un segundo más.
Me llené, en un suspiro, de todo el aire impregnado de salitre, cargado con el amor y la energía del momento y lo guardé para siempre en aquel lugar donde van a parar los recuerdos inolvidables.
Aquello sólo podía tener un nombre. Y se llamaba Felicidad.
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