lunes, 17 de septiembre de 2012

El amor encarnado en una ciudad. Sevilla.



      Y otra nueva mañana se filtra a través de los pequeños espacios libres que deja la persiana… Los rayos del sol empiezan a traspasar la oscuridad de esa habitación. Abres los ojos. Una nueva punzada. Vuelves a la realidad. Nada ha cambiado. Todo o nada ha sido un sueño.
Sientes la claridad del día golpeando tus pupilas. Es hora de levantarse. Otra batalla, otra guerra que ganar.
Pasas el día entre rutina, recuerdos, momentos, risas, nostalgia, optimismo, confusión, risas… ¿Dónde está ese instante mágico? ¿Se te ha pasado de largo? ¿Has dejado pasar tu día sin prestarle la suficiente atención?

Sales… Paseas por esa ciudad que te maravilla desde niño… Que te ha dado tanto. Que te ha visto crecer, amar, llorar, reír,  correr, pasear. Esa ciudad que ha esperado tu regreso siempre. Que nunca te ha fallado. Ésa que cuando volvías en el coche de las vacaciones iba asomando en el horizonte, a lo lejos y te hacía sentir en casa. Esa torre mora que brillaba con luz propia y lo gobernaba todo a su alrededor, diciéndote: “Bienvenido de nuevo a casa”.
                                    

 Esa ciudad que te acoge entre sus calles y rincones escondidos con esencia de azahar en primavera y dama de noche en verano.

Pierdes la consciencia y deambulas por ella. La recorres sin prisas, sin saber adónde te llevarán tus pies, pero tampoco importa. El instinto es tu única guía.
Y entonces te encuentras a ti mismo andando sin rumbo por esas calles adoquinadas, con ese barullo de ciudad alegre que no descansa… Te pierdes por una calle estrecha… Sigues hacia adelante… Sin mirar atrás… Y ves ese reflejo, de esa Torre que almacenaba el oro traído de las Indias, en el Siglo de Oro (valga la redundancia), en esas aguas tibias y tranquilas del río… Donde unos enamorados pasean cogidos de la mano a la luz crepuscular por ese puente lleno de candados cerrados con promesas eternas. Sólo sintiendo la tenue brisa del viento acariciando sus rostros… Y dejándose llevar.

Y te vuelves a perder… Y ahora sólo cierras los ojos y sientes. Y ese olor que se empieza a camuflar con el aire… A jazmín y dama de noche… Y escuchas. Ese hombre sentado en medio de una plaza, descalzo y con la única compañía de ese cuerpo de mujer, que es su guitarra. La que nunca le ha abandonado. Y esas notas que empiezan a nacer de sus manos y que se convierten en ondas de una bella melodía, esas notas de “Recuerdos de la Alhambra” que se entremezclan con el olor a viento, dama de noche y jazmín. Esas monedas que le dejas como símbolo de tu agradecimiento por concederte ese instante lleno de magia y de un añorado regusto a felicidad.
                         


                               

Y te sientas… Y abres los ojos… Y la ves. La ves ahí después de tantos siglos. Después de haber contemplado y soportado tantos cambios. Después de haber sido testigo de esa mezcla de religiones, de culturas, de ritos, de pasiones… De historias que empiezan y que terminan. De personas, de vidas que se entremezclan y que van tejiendo esa red de universos paralelos que se unen para no separarse nunca más.
Y la ves, y lo oyes, y lo hueles… Y lo sientes… Sientes que ésa es tu ciudad. Que ésa es tu casa, tu hogar. La que siempre estará esperándote, por más que pase el tiempo... Que no te abandonará.
Esa bella ciudad en la que te pierdes… Para reencontrarte contigo mismo.
Que siempre ha estado ahí, que permanece viva y vibrante en todo momento… Que está contigo y formará parte de ti, durante toda tu vida. Pero que siempre será capaz de sorprenderte igual que cuando la miraste y la recorriste por primera vez.
                         


                                


Eso es el amor. El amor a mi ciudad. Sevilla.

Por: Ana Alonso Megías.


“Todos los días Dios nos da, junto con el sol, un momento en el que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices.” Paulo Coelho.

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