Puedo
afirmar que tengo un imán especial para las historias de amor.
Y descubrí un nuevo rincón… Escondido en una callejuela del barrio de Santa Cruz. No sé si fue la casualidad o el Destino el que me empujó a encontrarme con él. Lo cierto es que vi desde lejos una heladería que llevaba el nombre de “Itimad” y justo en medio había un gran azulejo, que parecía hacer homenaje a alguien.
Decidí acercarme a aquel lugar, con la curiosidad de saber qué memoria había sido inmortalizada allí para la eternidad o qué vieja historia luchaba contra el paso del tiempo y contra el olvido por sobrevivir para siempre, porque como leí en un fantástico libro hace algunos años… Existimos mientras somos recordados.
Me acerqué hasta él… Y para mi gran sorpresa lo que inmortalizaba aquel azulejo era una muy bella historia de amor de hace muchísimos siglos. Mezcla de historia, leyenda y realidad. Como las grandes y buenas historias de amor.
Así rezaba el azulejo:
Me impactó muchísimo. Ya que siempre podemos encontrar en cualquier ciudad millones de recuerdos de guerras, eruditos, personalidades políticas, artísticas, históricas… Pero… ¿Y dónde quedan reflejadas las grandes historias de amor?
Y como no podía ser de otra manera, yo y mi gran pasión por las historias de amor románticas nos pusimos manos a la obra para recabar datos acerca de ella…
Me llamó la atención la frase que decía “Su hermosura, una poesía y el amor del rey la hicieron reina de Sevilla”. ¿Una poesía? No entendía… Así que lo primero que encontré fue este bello poema escrito por el Rey árabe Al Mutamid a su amada Itimad:
Invisible tu persona a mis ojos, está presente en mi corazón.Te envío mi adiós, con la fuerza de la pasión, con lágrimas de pena, con insomnio.Indomable soy, tú me dominas y encuentras la tarea fácil. Mi deseo es estar contigo siempre. ¡Ojalá pudieras concederme ese deseo!Asegúrame que el juramento que nos une no se romperá con la lejanía. Dentro de los pliegues de este poema, escondí tu dulce nombre, ITIMAD.
Cada verso empieza con una letra…que leídas en vertical forman el nombre de la amada: ITIMAD.
La historia de ambos es igual de bella que el poema. El Reino de Sevilla fue una de las taifas más importantes de la España musulmana del S. XI. Uno de sus reyes fue Al-Mutamid, que reunió a su alrededor una corte de literatos y poetas, en la que se valoraba especialmente la habilidad para improvisar versos. Estuvo en el trono hasta el año 1091, fecha en que fue derrocado por los almorávides. Debido a las disputas surgidas entre los reinos taifas, Sevilla pagaba una paria a Alfonso VI de Castilla, del que fue cobrador nada más ni nada menos que El Cid.
Al-Mutamid destacó por sus dotes como poeta. Se rodeó de grandes literatos y otorgó a la corte sevillana un esplendor cultural y desconocido que la sitúan como una de las más importantes ciudades de su época. Murió cuatro años después de ser destronado y desterrado al Atlas marroquí.
Según cuenta la leyenda, cierto día Al-Mutamid paseaba con su amigo y antiguo tutor Abenamar junto al Guadalquivir. Era al atardecer y el sol se reflejaba en el río (preciosa imagen debió ser). El rey se sintió inspirado por tan bella imagen y lanzó un verso, desafiando a su amigo a terminarlo:
“El viento teje lorigas en
las aguas”
Abenamar reflexiona,
pero antes de que sea capaz de contestar llega hasta ellos una voz femenina:
“¡Qué coraza si se helaran!”
Al girarse,
comprueban sorprendidos que el verso procede de una joven esclava que se dirige
con su borrico de vuelta a Triana. El rey queda prendado de la belleza e
ingenio de la joven, de nombre Romaiquía, y la lleva
consigo a palacio. Poco después, ante el asombro de la corte, se casa con ella,
adoptando la nueva reina el nombre de Itimad.
A pesar de su humilde
origen, Itimad se integra fácilmente en la corte sevillana. Y llega a ser una gran poetisa. Ambos reyes se
profesaron siempre un profundo amor, intercambiándose versos apasionados como
el que hemos podido leer antes. No hubo deseo de su esposa que Al-Mutamid no se
apresurara a complacer, hasta el punto en que sus súbditos acabaron
manifestando su descontento.
La leyenda nos cuenta cómo una vez Al-Mutamid encontró a Itimad triste y melancólica.
La razón era que pese a tenerlo todo en
palacio, la antigua esclava echaba de menos cuando pisaba el lodo con sus
compañeras para fabricar ladrillos (ya que fue la esclava de un alfarero). Según
cuenta D. Juan Manuel en el Libro de los ejemplos del Conde
Lucanor y de Patronio:
"El rey, para complacerla, mandó llenar de agua de rosas un gran lago
que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de
azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas
especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la
que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo
lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su
esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos
adobes gustara."
En otra ocasión en
que la reina volvió a mostrar su tristeza, al preguntarle el rey, Itimad se
quejó de que, por muchas que fueran su riquezas, no podría nunca gozar de la
contemplación de un paisaje nevado. Al-Mutamid se quedó pensando en aquello, pues no había en su reino lugar donde la reina pudiese ver la nieve. (Estamos hablando de Sevilla...)
Pasa el tiempo.
Buscando distraer a su esposa de su melancolía, Al-Mutamid la lleva a visitar
los palacios de Córdoba. Una mañana Itimad despierta contemplando desde
su ventana un paisaje blanco. Llena de alegría corre a buscar a su esposo para
anunciarle la nevada. Al-Mutamid se sienta con ella a contemplar la vista.
Sonríe; ha hecho traer de la vega de Málaga más de un millón de almendros para
plantarlos en la sierra cordobesa que acaban de florecer.
Después de conocer esta historia, está claro que bien merece un azulejo en el barrio más bonito de Sevilla. Donde quede grabada por siempre la memoria de este gran amor, de este amor de verdad, que no conoce de clases, ni de distancias, ni de fronteras. Un amor que lo pudo todo. Un amor verdadero.
ITIMAD Y AL-MUTAMID
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